lunes, 28 de agosto de 2017

27.08.2017...





Hice mi maleta y me fui el sábado a un cuarto de hotel cercano al zócalo que alquilé días previos, acompañada de mis peques que han estado a mi lado en estos últimos meses de entrenamiento. Hubo terapia de grupo: pintada de uñas, masaje con pomadita refrescante en las piernas y películas hasta que el sueño llegó. Al pie del cañón, nos despertamos a las 05:00 am el domingo 27 de agosto del 2017, por fin había llegado el día de la maratón. Fresca y con la adrenalina al tope, me comí con miedo, la mitad de un plátano y una rebanada de pan con abundante mermelada,  nunca ingiero alimentos antes de mis entrenamientos, desde hace ya muchos meses he tenido que lidiar con un colón irritable que tiene en mi, como característica, ofrecerme diarreas inesperadas, ahí radicaba mi miedo. La nutrióloga fue clara: Donají, el día de la maratón debes desayunar, no hay de otra, encomiéndate en quien quieras para que no te traicione tu tripa. Soy intolerante a la lactosa. Las gomitas y los geles contienen sorbitol, compuesto que me provoca diarrea. Todo un estuchito complicado soy yo, así que ni pensar en gomas ni geles para energizarme durante el recorrido. Hace algunos meses logré encontrar el remedio: higos caramelizados los cuales corté en trozos, los distribuí en una bolsita de plástico que acomodé en mi cangurera. Con el disfraz de corredora completo, salimos del hotel con rumbo hacia el zócalo. Por el camino compré un café. Me coloqué en mi bloque y partí a la aventura a las 07:47 am.
Mi plan de carrera estaba trazado desde días previos. Inevitable salir disparada los primeros kilómetros, siempre sucede que nos dejamos llevar por la emoción de todos. Ya en el km dos vi mi reloj y le acomodé la pantalla para que me mostrara el ritmo, ajusté mi zancada y así me la lleve hasta donde las subidas y bajadas me lo permitieron. Dejé de ponerle atención a la música de mis audífonos en el km 22, así que los apagué y guardé. Dentro del bosque de Chapultepec la hidratación consistió sólo a base de agua, no probaba electrolitos desde el km 23 y antes de salir del endemoniado adoquín, llegó como mentada eléctrica un maldito calambre en el muslo derecho, cojeando logré llegar a una carpa de primeros auxilios donde a jalones y apretones lograron quitármelo, ahí perdí 15 minutos. Más adelante conseguí comprar Gatorade y esos 600 ml, salvaron mi hidratación y me liberaron de calambres el resto de la carrera. En el km 29 me pesaban las piernas y la mente claudicaba: no voy a poder, falta mucho, decía. Luché con el pensamiento negativo porque sabía que alguien me esperaba en el km 33 y, además, esa entrada a la Condesa hace que el cuerpo se te erice de emoción. La gente que te motivaba a través de las calles de Polanco, no se parece en nada a ésta del parque España y Nuevo León donde había pizza, cerveza, coca cola, miel, dulces, plátanos, naranjas y música, mucha música, porras personalizadas ya que leían tu nombre y gritaban: ¡Donají, vamos tú puedes! Niños, ancianos, amas de casa salieron con pitos y manitas de ruido a motivarnos. Y fue que logré llegar al km 33. Y sí, ahí estaba mi coach como me lo había prometido, y de inmediato la perorata repetitiva en mi cabezota dejo de joder y se dedicó a salvaguardar los ánimos para el paso a paso. Llegamos a Insurgentes y mi coach dijo, vete por la línea azul, no la pierdas de vista, no mires hacia arriba porque te vas a desesperar, se trataba de los últimos 7 kilómetros de subida, ¡vamos, a ritmo de 5 km cantados de aquí hasta el estadio, Donají!  Y así fue que, a jalones y resongones mis piernitas se fueron moviendo. Sobre Insurgentes la fiesta de la maratón en su apogeo, y los corredores ensimismados, imaginándonos en la meta, aferrándonos a pensamientos, a sentimientos para lograr llegar. En la subida del km 41 escuché una voz conocida, mis amigas Mara y Berenice con celular en mano me filmaban. Y en la loma donde terminaba el 41, a un kilómetro 195 metros, mi coach gritó: ¡con todo Donají!, y mis piernas me obedecieron, no las sentía pero se movían. La llegada al túnel, sin palabras, los que han experimentado saben qué es lo que se siente, me llegó la catarsis y lágrimas que tuve que contener porque me cortaban la respiración. Pisar el tartán de la pista de atletismo del estadio de CU es como pisar algodón, y mis piernitas volaron todavía más hasta la meta. 
Mi familia y mis amigas me esperaban en las gradas con bebidas hidratantes hechas en casa y mi licuado de proteínas. Así terminó mi aventura.

¿Y qué creen?  ¡Ya soy maratonista...!

DOM.

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