domingo, 8 de septiembre de 2013

Escribo...





Era una adolescente de 18 años y descubrí la “despersonalización voluntaria”. Cuando algo o alguien se atrevía a perturbar mi estado de ánimo, de manera casi instantánea, yo transformaba el entorno. Me hice experta en el arte de la fuga. Después leí que la despersonalización es un trastorno psiquiátrico, pero mi YO, en ese momento, ya había visto lo inimaginable, visitado sitios lejanos, conocido personas increíbles; así que no consentí catalogarme enferma, ni mucho menos loca, más bien afortunada.
     Luego experimenté la personificación —otro desorden mental—, en ese entonces ya había escrito cuartillas enteras de historias, descifrado miradas, embellecido palabras. Existieron días en que montada en algún árbol (los árboles para mi son sensualidades corpóreas), me distraía con los ruidos nocturnos, o sucedía que ciertos olores me saturaban; entonces, creaba más imágenes y mi YO se perdía.
     Metida en la personificación, fui ave, para ser exacta, un colibrí. Me convertí también en viento y rocé mejillas, lancé volandas. Muchas veces fui un pino —como el arte consiste en transmisión, para mi no existía mejor manera de aducir que tomando el lugar de aquello que deseaba mostrar: una forma de liberación; entonces, salía la imagen; se trata de una manera de pervertir la idea, así como lo dijo alguna vez Pessoa.  Aprendí también que el sueño lleva mucho de realidad y fue que me hice actriz en la duermevela. El resultado de todo esto fue la vida en rosa, naranja, morado, amarillo, muchos colores.  Conocí las metáforas y me valí de ellas para hacer las paces con mi realidad porque las percibía más auténticas: interactuaba mejor con mis palabras que con mi entorno; creando realidades alternas. 
     A esa edad tenía tan poco que decir. Era más fácil trasformar mi alrededor para reconocerme y responder quién y qué era yo como parte de ese todo. Luego descubrí la lectura, entonces supe en qué me había convertido: una mentirosa. Pasado un tiempo decidí mentir con dirección. En cualquier sociedad, la mentira es una acción que no es atractiva, pero en la literatura, la mentira es muy popular y tiene un fin: mostrar realidades complejas. Es una forma de creatividad.
     Powel Jones dijo: «Sólo un niño con ideas es capaz de escribir de forma creadora»; y bien, tengo años llenándome de ideas, provocando revoluciones internas.  Aprendí a observar y utilicé mis sentidos para acrecentar la experiencia; entonces, creo, me hice creativa, ejercitando la imaginación. Hoy explico y aplico esta teoría:  Mantengo gorda la imaginación con el alimento del día que es soñar, mirar y leer.
     Cuento historias, escribo ficciones y no necesariamente se trata de relatos falsos. Y si utilizo la ficción, no es con el propósito de tergiversar o traicionar la verdad. Escribo ficción no por ser rebelde —que sí lo soy—, es mi  herramienta para exponer la realidad tal y como la percibo. La realidad es pobre; sólo la ficción puede registrar infinidad de pequeñas aristas de la misma. En ocasiones (pocas) las ideas me llegan a pedradas, en cascadas o rayos, semejante a una tormenta. Como médico que soy, debo darles tratamiento, explicarlas. A Cioran no le gustaba leer novelas, decía que prefería perder el tiempo en leer lo real, lo cierto: Historia, antropología, ciencia. Yo trabajo a diario con humanos, intento curarlos utilizando bases científicas. Me he sorprendido y  he sido testigo de que muchos pacientes no leyeron el libro de medicina que yo estudié: su organismo se defiende sin cumplir las premisas establecidas, sobreviven a circunstancias imposibles — los compendios de medicina estipulan que un individuo debe morir cuando se encuentra en determinadas condiciones. Esas personas vienen a reafirmarme que el ser humano sí necesita conocer lo “cierto”, pero necesita también dejarse llevar y cautivarse por lo “posible”.
     Existen muchas maneras de ser original, el problema radica en que esa originalidad debe ser auténtica: tenía que encontrar la dirección que tomarían mis letras para lograr narrar lo “posible”; era necesario crear mi propio lenguaje. Escuché que la literatura es un chaval inquieto, cambiante, transgresor y por momentos irresponsable; ¡similar a mi esencia!, dije, y como no soy especialista en tráfico de influencias, decidí tomar clases de “tiro letra” al blanco. Mi estrategia es lanzar palabras, formar imágenes, exorcizar miedos y mitos, crear figuras; decirle al lector: “Hey, usted, asómbrese porque está vivo”, ese es el acuerdo, el pacto secreto que hago: una triangulación entre la idea, el lanzamiento de letras y el lector; soy responsable de sostener el triángulo. Al narrar deshago nudos, develo misterios. Escribo, soy ficcionaria por un buen motivo: obtener respuestas.

Foto de Marcin Sacha



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