“Una hoja de geranio blanco.”
Mercè Rodoreda (1908-1983)
Balbina murió una
noche tibia, entre las últimas estrellas y la niebla que subía del mar. Yo tuve
que abrir el balcón del comedor, que daba al patio y establecía corriente de
aire con las ventanas que daban a la calle, porque la muerte, enseguida que se
me hubo llevado a Balbina, me llenó toda la casa con su olor de flores
podridas. Mientras Balbina se me moría, yo, sentado en una silla baja y a la
luz de una vela, la miraba sin parar. Y desde ese día que había caído enferma
la había mirado así, cada noche, hasta el límite del sueño. Me acostaba al lado
de su fiebre y le veía los ojos cortados en almendra que me miraban sin mirarme
y que brillaban como los ojos de un gato en la oscuridad. Me sentía acompañado
por el calor de aquella enfermedad larga que de tanto obligarme a tener la casa
cerrada me la había vuelto húmeda y me había despegado el papel de las paredes.
Balbina, cuando murió, no tenía mejillas, ni el dorso de las manos carnoso, ni
los hoyuelos en las rodillas que me habían perdido. Y su último aliento me lo
bebí, echado encima suyo, cuando los ojos ya le salían de la cabeza, porque se
iba ahogando, para robarle lo poco de vida que le quedaba y que yo quería para
mi. Y con aquella vida acabada dentro de mi boca, fui a abrir el balcón cuando
me di cuenta que la muerte no se marchaba. En el piano había una especie de
encantamiento de sol y de niebla y, entre aquel encantamiento y yo, pasó,
serpenteando, una hoja de flor de geranio blanca. En la barandilla que daba a
la calle teníamos los geranios rojos, que eran los míos, y en la barandilla que
daba al patio, los geranios blancos, que eran de Balbina. Mientras miraba
aquella hoja de geranio recordé que había esperado la muerte de Balbina meses y
meses, siempre espiando que los ojos se le cerrasen de sueño para despertarla:
porque, para acabarla más rápido, no la dejaba dormir. En cuanto oía su
respiración algo más tranquila, me levantaba muy despacito, iba hasta el
armario, me subía a la silla mediana y tomaba la trompeta que tenía escondida
encima.
Una mañana, dejaba
correr el tiempo, mientras cincelaba el mármol para hacer los rizos del ángel,
entró una señora alta, muy delgada, con la nariz larga y los labios secos;
sobre los cabellos con poca gracia, llevaba un gorro con un pájaro. Tomaba la
mano de un niño vestido de marinero, que apretaba sobre el pecho una trompeta
reluciente y dorada, adornada de borlas y de cordones rojos. Aquella mujer
venía a encargar una lápida de mármol gris para la tumba de su marido; arriba
del nombre y las palabras, quería que pusiera tres crisantemos de mármol
blanco, rectos y uno al lado del otro: el primero un poco más alto y el tercero
algo más corto que el del medio. Lo quería rápido. Cuando se fue, mi jefe, que
le había dicho que dejaría el ángel y le haría su lápida enseguida, pero no con
los crisantemos saliendo, como si los hubieran dejado encima del mármol, sino
grabados y unidos formando ramo, me dijo que el ángel corría prisa, que en
primer lugar el ángel. Y le fui cincelando los rizos. Cada atardecer,
cuando llegaba a casa, decía a Balbina que hacía un ángel yo solo porque mi
jefe una vez le dijo que yo era un mal marmolista y que no me podía encargar
una figura entera. Y aquel día de la señora de los crisantemos, a la hora de
cerrar, me di cuenta que el niño había olvidado la trompeta al pie de una
criatura arrodillada a medio terminar. Y me la llevé, por bonita, toda de oro y
rojo. Para qué Balbina no me preguntara de dónde la había sacado, la escondí en
lo alto del armario, y no pensé más en ella. Hasta que una mañana, mientras
Balbina dormía, para castigarla de sus pecados, acerqué la silla al armario, me
subí a ella, así la trompeta en la oscuridad y soplé un poco, muy bajito. Soplé
más fuerte y entonces hizo aquel sonido medio quejido, medio grito de tristeza,
medio música del otro mundo. Oí que Balbina se movía, y volví a dejar la
trompeta en lo alto del armario y con mucho cuidado me metí en la cama. Y desde
aquel día, para siempre, cuando Balbina estaba bien dormida, hacía gemir la
trompeta. La primera vez que lo hice, por la mañana, esperaba a que Balbina,
muerto de ganas de reír, pensando que me hablaría de aquel ruido extraño que
por la noche medio la había desvelado. Pero nunca me dijo que hubiera oído la
trompeta, y cuando iba y venía del comedor a la cocina yo le miraba la espalda
para ver si con una mirada de puñal, espinazo arriba, le podía adivinar lo más
escondido del pensamiento, allí donde el cerebro tiene otro cerebro pequeño que
recoge y guarda todos los secretos.
Y entonces empezó la
enfermedad. Siempre en cama, siempre echada en la cama, con aquella voz delgada
que gemía, estoy cansada, estoy cansada. Y una noche que yo la miraba y la oía
respirar con mucha calma, como deben respirar los árboles, abrió de repente la
boca, sacó una punta de lengua, y con la lengua y los labios hizo el sonido de
la trompeta. Le había salido por la boca lo que con paciencia yo le había ido
metiendo por los oídos. Y cuando llevaba un rato muerta pareció que las
mejillas vacías se le volvían a llenar y los labios le tomaron forma de
juventud y el cuerpo parecía que reposara... Todo este milagro antes de que yo
fuera a abrir el balcón del comedor que daba al patio. Y mientras se producía
aquel cambio me di cuenta del gato, echado a los pies de la cama, y el gato me
había visto beber el último aliento de Balbina, y lo agarré por el pescuezo y
lo lancé lejos y al cabo de un momento ya volvía a estar echado a los pies de
la cama como si nunca se hubiera movido de allí.
En caliente, la vestí.
Le saqué toda la ropa, el vestido que llevaba desde que había empezado a estar
enferma y que no le sentaba bien, pero que yo no le dejaba cambiar ni siquiera
para dormir, y de repente me quedé encantado frente a la blancura de las
piernas de lirio. Le pasé una mano por una rodilla, la hice rodar por encima
del hueso, y el gato debía pensar que jugaba, porque alargó una pata y me rozó
los dedos. Cuando la tuve vestida y peinada le cerré los ojos, le puse las
manos cruzadas sobre el pecho, una se la tuve que abrir porque estaba cerrada,
pero fuerte, y al fin, con mucha pena, no sé por qué mezclada con una alegría
de loco, le cerré la boca muy despacito. Salí y me pereció que el gato
se quedaba a su lado, pero debía seguirme porque mientras la hoja de geranio
bajaba se levantó de pie para cazarla antes de que llegara al suelo, pero yo
era más alto y la alcancé al vuelo, y la hoja parecía un diente y olía a diente
de leche: el mismo olor de la boca de Balbina la primera vez que dormimos
juntos. Y cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo ya tenía las tenazas en
la mano, ya me encontraba al lado de Balbina y le estaba arrancando un diente
tan arraigado y tan duro que cuando salió creí que me seguía la mandíbula
entera. Lo tomé; era limpio y lo lamí para sacar el rojo que había en la raíz y
me lo puse en el bolsillo. El gato lo miró todo y desde aquel día ya no lo
llamé nunca más por su nombre, que se llamaba Mixu, y para siempre lo llamé Cosme,
porque Mixu era el nombre con que Balbina lo había bautizado cuando Cosme se lo
regaló. Y cuando hube decidido que le llamaría Cosme, levanté la falda de
Balbina muerta, con respeto, eso sí, mucho, y le pasé el dedo por el vientre
muchas veces, como si no tuviera otra cosa que hacer, del ombligo al final; y
cuando me pareció que había llegado la hora que Cosme salía de su casa para ir
a trabajar, tiré de la falda de Balbina para abajo y salí a la calle, con el
gato que me había seguido, y dije a Cosme que Balbina había muerto, y no se
puso más blanco de desmayo porque hacía muchísimo tiempo que de tanto
pensar en mi Balbina, que nunca sería ni había sido suya, la sangre le había
perdido el color rojo y se le había aguado toda. Porque Cosme y Balbina se amaban.
Y cuando vinieron los sepultureros y le soldaron la tapa de la caja a
llamaradas, pensé que aquello era el infierno y de vuelta del entierro entré en
una taberna a beber un vaso de vino que produce sangre, y cuando salí de la
taberna, todo yo lleno de vino rojo y con el diente de Balbina en el bolsillo,
me empezó a venir un sueño azul. Y entré en casa seguido por el sueño azul. El
gato me rozó el lado del vientre por las piernas y me hizo tropezar y le pegué
una buena patada. La luna, las estrellas, el agua que manaba del grifo, todo
era azul. Y, lleno de sueño, me senté frente a la mesa y hablé con el gato y le
conté que Balbina pronto sería sólo huesos, que todo el vestido nuevo, de color
de rosa, que le había puesto para enterrarla y que ella se había cosido
para enamorar a Cosme, no tardaría un año a estar lleno de huesos blancos de
color de mármol de ángel con las alas extendidas y los rizos bien peinados. Le
mostré el diente. Lo miró, y cerró los ojos, y los bigotes se le estiraron; y
tenía los ojos color miel con una raya negra en medio que le partía la miel, y
al cabo de un rato volvió a mirar el diente, pero un día estiró una pata porque
me había agachado para enseñarle el diente de cerca y echó la pata hacia
adelante tan rápido que el diente fue por los suelos y quedó escondido en un
rincón. Me costó encontrarlo y azoté al gato, y para azotarlo lo metí dentro de
una funda de almohada; y agujeré el diente y por el agujero pasé un hilo gordo,
y siempre jugaba con el gato a enseñarle el diente y a echarlo al aire cuando
él acercaba la pata para tocarlo. De tanto jugar, un día abrió la boca y se lo
tragó, pero le quedó un trozo de hilo colgando y yo con dulces palabras procuré
calmarlo y cuando lo tuve calmado tiré del hilo para sacar el diente, hasta que
al fin el hilo, gastado y mojado de saliva, se rompió y el diente se quedo
dentro del gato que, recién nacido, Cosme había regalado a Balbina y que
siempre seguía a Balbina por la casa, por el patio y por la azotea. Salí a la
calle a mirar las estrellas azules, desesperado de haber perdido el diente, y
el gato estaba a mi lado y miraba a lo alto como yo. Lo metí en casa y cerré la
puerta y eché a andar y a medida que andaba iba diciendo, Cosme ama a Balbina,
y ahora Balbina está muerta y, que esté muerta, me gusta y me gusta y me gusta.
Y nunca se pudieron abrazar porque entre uno y otro había el marmolista que
hacía rizos a los ángeles y tocaba la trompeta escondida para enloquecer a
Balbina e irla matando despacito y para poderla enterrar, sin diente, con aquel
vestido rosa que se había cosido una primavera porque Cosme tenía un geranio
rosa en la ventana de la calle. Y para que la viera pasar frente a su ventana
los domingos por la mañana, cuando iba a misa, con un velo de los más finos
todo salpicado de lentejuelas negras.
Compré un pez cubierto
de escama y me lo comí frito con tomate y perejil . Di la cabeza al gato, y la
espina del centro, ancha y dura, se la encajoné del revés para que las
aristas lo pincharan si quería sacarla a fuera. Y en seguida empezó a dar
sacudidas y más sacudidas para sacar la espina, y cuántas más sacudidas daba
más la espina se le clavaba en la carne rosa del cuello, y al cabo de unos
días, porque tenía resistencia, de tanto querer sacar la espina y de tanto
vomitar nada, expulsó el alma hacia arriba y, en caliente, tal como había
vestido a Balbina, lo abrí de cabo a rabo con una hoja de afeitar. Y, blanco
como siempre, en un rincón de intestino hinchado encontré el diente. Lo lavé
con jabón y le pasé muchas veces los dedos por encima para devolverle todo su
brillo, y por la noche salí a enterrar al gato, y salía cada noche para ver
cuándo se terminaría lo de mirar las estrellas azules, e iba hasta el fin de la
calle hasta que aparecían los campos y las farolas sin casas con la luz en lo
alto y los huertos desmirriados con las hojas de las coles roídas por las
orugas y con las rudas ahogadas de pulgón; y la luz de las farolas sin casas
también era azul. Llegué a creer que todo era azul, no porque yo lo viera azul,
sino porque se había vuelto azul. Y preguntaba a todo el mundo de qué color
veían las estrellas, y de qué color les parecía que era la luna cuando la veían
pelada y cuando la veían con el collar. Y todos, después de observarme un rato
como si les preguntara algo muy extraño, me decían que las estrellas eran de
color de bombilla y la luna también. Y que el agua que manaba de los grifos era
de color de agua y basta. Y yo iba cincelando mármol. El jefe había terminado
el ángel y yo le había acabado los rizos, y había terminado la lápida, y estaba
cincelando los pliegues de la falda de una chica muerta echada, y los primeros
me salieron mal decantados y el jefe me dijo: desde que se murió tu mujer aún
lo haces peor... La noche del día que me dijo esto fui más lejos que las otras,
más allá de los huertos, más allá de donde había enterrado al gato, más allá de
las coles y de las rudas. La última farola era azul y le eche piedras sin
parar, todas contra la luz azul, y la noche era oscura, y cuando llevaba horas
echando piedras acerté a la bombilla y la hice caer a pedazos. Y entonces me
senté de espaldas a la farola, solo y frente a la noche oscura, y cuando salió
la primera estrella y las ventanas de las casas, lejos, ya estaban todas
apagadas, de dentro de una mata de hierbas altas salió la sombra sin hacer
ningún ruido. Y la sombra que se acercaba era un gato muy grande, grande como
tres gatos unidos, y las pupilas, cuando ya pensaba que quizás se las vería
azules como las estrellas, se las vi de color de miel, de color de miel vieja,
toda la miel esperada de arriba abajo por una raya negra. El gato pasó a mi
lado y me rozó el vientre por las rodillas, tres o cuatro veces porque iba
dando vueltas a la farola. Me levanté y tomé el camino de regreso; él me
seguía, pero cuando llegué a los primeros huertos me di la vuelta y vi que se
había esfumado. Al día siguiente, mientras cincelaba los pliegues de la falda
de la chica muerta y echada, y escupiendo polvo de mármol sin parar, además de
pensar en la luz azul, pensaba en la farola sin bombilla y en aquel gato. Y por
la noche volví a ir hasta la última farola. Se oía cantar la tropa de los
grillos andrajosos y locos. El gato grande apareció. No vino de la tierra
perdida y de las hierbas altas; me lo encontré delante, con los ojos de miel
clavados en los míos, más negro que la noche de las ánimas. Y cada noche vino.
Yo me sentaba contra la farola, esperaba un rato mientras el viento se llevaba
las hojas caídas, y de repente me lo encontraba al lado, quieto, como si fuera
de piedra. Me acostumbré a enseñarle el diente de Balbina y, cuando lo veía,
todo él se rozaba contra mis piernas y ronroneaba sin parar y miraba el diente
con aquellos ojos de miel de abeja. Y la última noche ya lo encontré que me
esperaba. Saqué el diente del bolsillo y lo hice saltar sobre la palma de la
mano, pero él sin mirarlo, comenzó a dar vueltas a la farola e iba tejiendo
como una cuerda y a cada vuelta me ataba más fuerte y yo sentía como sí
me atara la vida para siempre, y el pensamiento me huía más allá de los
huertos, camino del cementerio y volvía y no acababa de volver entre los campos
y la farola sin bombilla, y yo miraba la noche frente a mí para ver si se
volvía azul, azul de extremo a extremo y de detrás hasta adelante; y con el
nudo en la garganta y con un trozo de lengua fuera vi que se volvía azul y
tierna como aquellas estrellas que Balbina había bordado en un mantel, porque
Balbina era bordadora y además de bordar estrellas azules bordaba letras que
parecían flores y ramas en sábanas y almohadas, y el azul de la noche era azul
como aquellas estrellas del hilo. Azul; de un azul como el azul de los ojos de
Balbina, que cuando la conocí la llamaba la chica de los ojos azules y que
nunca más me había acordado que los tenía así.