“Quien no sabe tocar un piano se asombra de lo que es capaz un pianista. Pero el pianista tampoco lo ha sabido desde el principio, así, sin más. Se ha ejercitado muchos, muchos años. Con un escritor pasa lo mismo.”
Michael Ende
En la búsqueda de mi propio estilo narrativo, salen cosas como esto. Espero les guste.
Mafalda
Mafalda
Moby Dick (el cuento)
Por Mafalda
No deseo asombrarte, pero estoy segura que así será. Antes que cualquier otra cosa me presentaré: mi primer nombre es Cecilia. El jueves es el día perfecto para conocerme, por eso te recomiendo estimado(a) lector(a) que leas este relato cualquier jueves. También te sugiero que no sea cercano a la media noche, ya que si el viernes asoma antes de terminar la narración, no lograrás verme; no todas las personas tienen el don de la invisibilidad como yo. Te invito a no perderme de vista. Con lo que respecta a mi segundo nombre, el cual conocerás más adelante, te puedo anticipar que define mi temperamento, aunque no es esa la causa principal de ser llamada de esa otra forma.
Desde hace tiempo le tengo admiración y aprecio a Manolo, quien llegó a la ciudad de Morelia para estudiar biblioteconomía y archivonomía en la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo. Su alma acústica lograba llenar de ritmo cualquier silencio que permaneciera entre dos ruidos; era muy popular dentro y fuera de las aulas. Olvidaba decirles que yo junto con Manolo vivíamos en el mismo cuento. También podría decirles que fui la protagonista principal pero, ¿quién soy para definir el personaje más importante del cuento, si yo no lo escribí?
Manolo creía y platicaba acerca de que todo era música y tonalidad. Decía que cuando somos niños capturamos las escenas del pensamiento y, en un instante, ya estamos corriendo entre la maleza de la selva amazónica; en un pestañeo volamos piloteando una avioneta; en un suspiro nos encontramos en guerra con el enemigo. Se sabe –enfatizaba- que a cierta edad aparece un arco iris tatuando el ombligo: es la clásica señal de bajos niveles de armonía que van ligados al imberbe calor humano. Nadie muestra su arco iris y eso no quiere decir que no exista. La pasión de Manolo era tener diálogos intensos acerca de la musicalidad de los pensamientos, de las enormes habitaciones donde había interacción de ideas y recuerdos, y del cómo, echando mano de la música, se lograban evocar ciertas imágenes. Por las mañanas, Miles Davis era su desayuno, la cena consistía en acordes melancólicos del saxofón de John Coltrane. “Voy a comerme algunas imágenes” decía en ocasiones, y se escapaba a solas hacia un lugar mágico, cargando en la espalda una mochila pequeña, donde metía una botella de agua, unas galletas, y una chamarra color naranja, sin olvidar el ipod, su biblioteca de acetatos.
Cuitzeo del Porvenir se llamaba el pueblo con magia. Manolo nos mostraba fotos de una laguna misteriosa, que se comía el sol de un sólo trago, teniendo como mudos testigos a las montañas. Decía que ese lugar era uno de los bordes de la tierra. La primera vez que le escuchamos hablar acerca de eso no le creímos, hasta que nos enseñó las fotos de la laguna con aspecto de cristal pulido reflejando un atardecer.
Cuando Manolo llegó a Morelia, rentó una casa en el centro de la ciudad colonial, localizada a dos cuadras de la universidad. Eligió, como dormitorio, la habitación con ventana que daba hacia el callejón, a través de la cual lograba ver las macetas con gardenias de la puerta de entrada de los vecinos. Desde el primer día percibió el olor a pan recién horneado, a tortilla dorada en aceite, a chocolate batido en leche, a frijoles refritos, filtrándose por la ventana. Los muebles rústicos de la casa tenían un aspecto desgastado. Había tres baños con tinas antiguas, y con huellas de nunca haber sido usados. Los libreros en el estudio tapizaban las paredes, y los libros eran de esos que no se leen: gruesos e interminables. Manolo retiró las cortinas, y en su lugar pegó con cinta adhesiva papel periódico. De una maleta sacó un viejo tornamesa y lo acomodó en el escritorio del estudio; en el fondo de una bolsa de lona cargaba la música en acetatos, que también dispuso como pudo en el escritorio. Antes que él, una mujer fumadora había habitado la casa por años, y quedó suspendido para siempre el último aroma, del último cigarro que se fumó. A Manolo no le molestaba oler la despedida de la anterior inquilina, porque la sensación de visita y compañía continua lo envolvían en el momento que percataba los efluvios percudidos que la joven dejó como estigma.
El pelo de Manolo no tenía control, después del inútil intento de lucir la raya de lado, metía en su cabeza ovoide gorras tejidas de diferentes colores. La barba en candado le sentaba bien, era armoniosa: con el desgano en su atuendo y el mirar melancólico. Me entretenía observar a Manolo, con los audífonos metidos hasta el fondo de las orejas, y flotando al ritmo de My old flame.
El pelo de Manolo no tenía control, después del inútil intento de lucir la raya de lado, metía en su cabeza ovoide gorras tejidas de diferentes colores. La barba en candado le sentaba bien, era armoniosa: con el desgano en su atuendo y el mirar melancólico. Me entretenía observar a Manolo, con los audífonos metidos hasta el fondo de las orejas, y flotando al ritmo de My old flame.
Nos reuníamos los jueves por la noche en su casa, Carmela preparaba café con un toque personal de filtrado y presión, que ninguno logró igualar. Amparito era la asignada de llevar el pan de huevo; Roberto y Marcelo las botellas de vino o de tequila; Agustín y yo, nuestra presencia. Manolo conectaba el tocadiscos y el sonido de jazz, blues y rock flotaba en el ambiente durante las tertulias. Roberto coleccionaba fotografías en blanco y negro, de paisajes, de edificios, de él. Una de las fotos donde aparezco yo ganó un concurso, la titulamos Moby Dick, por cierto, ése, Moby Dick es mi segundo nombre. Creo recordar que fue un miércoles cuando Agustín me tomó esa foto. Para que la cámara fotográfica me conociera, tuvieron que suceder algunas cosas.
II
Un jueves oscuro, de esos que trasmiten pero que parecería que no transitan, escuchábamos A love supreme, de John Coltrane.
- Ayer encontré un recuerdo mal acomodado, le limpié el óxido. Se trataba de un anillo, unos ojos capuchinos me lo dieron como recompensa a mi primer beso. Estaba en la bolsa de un viejo pantalón parchado –Manolo rompió nuestra atención a la música. Para aclararse la garganta tragó de un sorbo el tequila de su vaso, después chupó el limón sin hacer ninguna mueca.
- Mejor platicamos de la película que me prestaron –sugirió Roberto antes de que Manolo lograra continuar –se llama Cinema paradiso , me sentí identificado cuando Fredo le dice a Toto “Desde hoy, ya no quiero oírte hablar; ahora, quiero oír hablar de ti”. Manolo sonrió irónico para sí mismo, se sintió aludido. Acercó la botella de tequila y se sirvió más.
-¡¿Identificado?!, ¿y eso, por qué? –preguntó Amparito.
- Por lo menos, yo, siento que lo único que hacen ustedes los jueves, es oír acerca de mis fotos, de mis películas, de lo bien que cocino, de los labios carnosos de Angeline Jolie…
- De mis sueños locos, jajajá –le interrumpió Manolo.
- De lo rico que besa Marcelo –terció Carmela. Todos festejaron el comentario, y Marcelo se irguió de inmediato.
- ¿Qué sugieren? Nos conocemos tanto que corremos el riesgo de formar parte de esos libros gruesos y empolvados que nadie lee –puntualizó Manolo.
- Sugiero que invitemos una persona nueva a nuestras reuniones –dijo Marcelo.
- ¿Alguien de la universidad? –torció la boca Carmela-. No tienen ni una décima de imaginación. Y ni se te ocurra, Marcelo, invitar a la del cerebro involucionado con piernas largas.
- ¡Vaya! Dime entonces, ¡¿a quién?!
- Mmmm, se me ocurre…¡Al lector de éste cuento!
- Interesante tu propuesta, Carmela –dijo sonriendo Manolo-. No le encuentro ningún problema ya que lo tenemos aquí, atento e interesado en nosotros.
- Dime, Carmela, tú tan sesuda, ¿y cómo lo vamos a traer?, ¿hombre o mujer?, ¿y si no es uno, sino varios los que leen este cuento? –mencionó Marcelo.
- Es fácil, no se compliquen –dijo Roberto, al tiempo que su mirada se dirigía hacía el más callado que, desde la penumbra, en un viejo sillón estaba atento a todo-. Agustín, tú serás el indicado para encontrar, elegir y traer al nuevo integrante. ¿Quién mejor que un editor para elegir un adecuado lector?
- Muy buena idea –dijo Amparito-. Me comprometo a verificar que sea un lector y no uno de nosotros.
III
El jueves que llegué por primera vez hacía frío. Agustín y yo entramos al estudio de la casa de Manolo; Amparito corrió al baño del primer piso. Todos me observaban atentos y callados. Entendí que esperaban a la mujer menuda que fue por algo. Regresó con un espejo en mano. Amparito lo acercó a mi rostro y expió con atención por uno de los extremos. Al no mirar mi reflejo sonrió satisfecha.
-¡Es lectora! –les confirmó a todos.
-¿Cómo te llamas?
- ¿Sabes nadar?
- ¿Te gustan las películas de terror?
- ¿Duermes con la lámpara del buró encendida?
- ¡Basta! ¡Silencio!, la van a asustar –dijo Manolo. Callaron a un mismo tiempo. Sus miradas recorrían cada lugar del espacio que mi cuerpo ocupaba. Me sentía extraña, aunque la inquietud y la incertidumbre de entrar a un cuento por vez primera, las superé rápido.
- No creí ser la elegida –por fin dije, y me senté en el suelo con las piernas en loto al centro de la sala-. Me gusta mirarlos, me divierte cuando Roberto narra las películas. Las imágenes que se forman con los acordes de Bob Dylan, de Joni Mitchell, transforman por completo el cuerpo de Manolo –el aludido clavó su mirada intensa primero en mi rostro, y después en mis pechos, y ahí se quedaron fijos.
-¿Es la primera ocasión que lees nuestro cuento? –dijo Marcelo.
- No, lo he leído varias veces. Me intriga el porqué Manolo es tan musical y diferente, entonces eso me motiva a leerlo de nuevo, y, cada vez que lo hago, me encuentro distintas imágenes y variaciones musicales –Todos miraron a Manolo, quien cerró los ojos para ocultar sensaciones y se puso de pie.
- Bueno, pues estás en tu cuento, disfruta y conoce –Manolo no logró articular otras palabras. Se sirvió más tequila, y se entretuvo poniendo y quitando acetato tras acetato. Cada vez que cambiaba de disco, yo lo volteaba a mirar. Su pecho fuerte se movía al compás del blues de Muddy Waters. Roberto me mostró su colección de fotos; cada una era explicada con entusiasmo. All I want empezó a sonar, y con discreción observé el deseo de Manolo. Estaba de perfil. Era como si la voz de la Mitchell se uniera al instante ya maduro de su sexo. El pantalón definía de manera adecuada sus nalgas duras. El volumen anterior se percibía grande.
- Tengo curiosidad de saber cuál fue la motivación de Agustín para elegirte a ti, Cecilia, y no a otra persona –mencionó Carmela. Yo sólo me encogí de hombros, tampoco lo sabía. Le preguntaron por fin a Agustín un jueves que yo no acudí a la casa de Manolo. Lo que menos se imaginaban era que Agustín les contaría que yo conocí a Francisco Rivera, el autor del cuento donde todos ellos vivían.
-¿Cómo es eso? –dijo Amparito -¡Cuenta, cuenta!
IV
De cuando Cecilia conoció al autor del cuento...
“Me dijo que ella siempre ha sido curiosa y coqueta. Ese día estaba sin un peso en la bolsa y con mucha hambre. Era costumbre que cuatro o cinco días previos a la quincena, no contara con algún clavo. Y tampoco le resultaba raro el ayuno forzado. Cecilia caminaba sobre la avenida Álvaro Obregón, cuando vio a jóvenes y gente madura con vasos de plástico en la mano, por fuera de la librería “Buena fuente”. El anuncio de una presentación de un libro llamó su atención, no por el título de éste, ya que lo conocía, sino por la foto del autor, con la cual no contaba su edición. Con mirada traviesa me dijo que a lo mejor yo la tacharía de rara, aunque de todas formas me confesó que le gustó la circunferencia casi perfecta de la cabeza del escritor. También le agradaron los hoyuelos de sus mejillas, ya que le conferían una sonrisa franca y abierta. Un mesero se le acercó, ofreciéndole vino tinto y bocadillos, que lograron calmar la sensación de vacío en su estómago. Francisco Rivera estaba contento de presentar la segunda edición de su libro de cuentos -bueno eso es lo que ella concluyó- ya que lo miraba eufórico. Luego se acercó más a él para observarlo mejor. Cecilia descubrió que Francisco Rivera también era coqueto como ella, ya que sin perder tiempo, estiró la mano y se presentó guiñándole un ojo. De pronto alguien le hizo las siguientes preguntas: ¿Es verdad que el cuento Moby Dick te fue dictado desde el más allá?, ¿qué todos los personajes desaparecieron porque no lograste capturar la idea a tiempo? Cecilia me dijo que lo que más le impresionó fue que Francisco Rivera dijera que sí, que la genialidad que le dicta y guía su mano, un día se enojo con él y se comió algunas de sus narraciones. En ese momento intervino Cecilia, diciéndole que estaba equivocado. Les habló acerca de todos ustedes: de tu música, Manolo; de tus fotos y películas, Roberto; de la adecuada técnica del beso con la que cuentas tú, Marcelo; de tu dedicación y curiosidad, Amparito; y de tu aroma a café, Carmela. Entonces Francisco Rivera le dijo: ¡Vaya, resultaste con más imaginación que yo!”.
- Fue el momento en que supe que Cecilia era la elegida –concluyó Agustín. Para cuando terminó de explicarles, ninguno deseaba estar atento. Carmela fue hacia la cocina a preparar más café, Manolo se colocó sus audífonos, Roberto de plano se despidió y abandonó la reunión. El ambiente pesaba de infinita ausencia.
V
Un martes llegué a la casa de Manolo. Cuando abrió la puerta se puso nervioso. Me invito a pasar.
- ¡Vaya! Perdí el reloj y no se qué hora es. A lo mejor, no tardan en llegar lo otros.
- Hoy es martes, así que no creo que vengan –le sonreí-. Vine con la intención de compartir algo contigo –le ofrecí el disco de Led Zeppelín, que incluía la canción Moby Dick. Note que le brilló la mirada. Sacó de uno de los muebles viejos una grabadora y puso a girar el CD.
- John Bonham y su solo de batería es lo que me gusta de esta canción –me dijo ruborizado.
- Pedí a Agustín que me llevara a conocer tu laguna. No me arrepentí, impresiona y asusta...
- Así es. Experimentas la orfandad más impresionante; caes al fondo de la soledad. Intentas capturar todo el paisaje, pero no puedes abarcarlo, sólo logras llevártelo en pedazos, en imágenes mentales o en fotos. A Moby Dick, la asocio con mi laguna, porque es grande como la ballena de Melville. Tan grande que nadie puede verla en su totalidad.
- Mira, Manolo, Agustín me tomó una foto en tu laguna, me gustaría que se la des a Roberto –miró varios minutos la imagen. Sentado frente a mí, repasó con la mirada mis labios. Sentí como sus dedos marcaban los bordes de mi boca. Su índice recibió una caricia de mi lengua. Acercó su boca a mi cuello y, como pintor experto, lo dibujó con su deseo. Fue tirando poco a poco de la ropa que me cubría. En ningún momento dejó de cantar, y cuando el vaivén de su cuerpo sobre el mío nos sorprendió a los dos, pude ser capaz de ver y percibir.
VI
Lo que no sabe el lector -porque Cecilia no lo ha revelado-, es que desde que conoció al editor Agustín Castro en la presentación del libro de Francisco Rivera, no dejó de salir con él. Ahora viven juntos. Cada jueves leen a la par el cuento Moby Dick y Cecilia lo hace a solas los martes.
FIN
FIRMA: Un ser de este mundo
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10 comentarios:
"[...] entonces eso me motiva a leerlo de nuevo, y, cada vez que lo hago, me encuentro distintas imágenes y variaciones musicales"
Mafalda
Así, dicen, son las buenas historias, cuentos, novelas: uno pude volver a ellas varias veces -como se vuelve a un viejo amante- y siempre se encontrará con una nueva nota, una nueva lectura, una imagen distinta... aunque la esencia siga siendo la misma.
Es una historia tan entrañable ¿no? Los amigos que se reúnen a leer y a escuchar música; a hilvanar nuevas historias, o a enriquecer las ya conocidas.
El jueves vengo a leerlo otra vez.
Un saludo
PS Ojalá un día me pase como a Cecilia, que conozca y me enamore del autor de un bello cuento... que no de un cuentero.
Es la primera vez que leo un cuento en donde el lector entra como un personaje más, pero pensándolo mejor, sí, eso pasa cuando la historia te atrapa y en consecuencia presientes cada uno de los hechos descritos.
El final es extraño, como: vivieron felices para toda la vida.
Tal vez yo le daría otro final, pero bueno, esa soy yo que estoy enferma.
Me gustaría platicar más largo y tendido sobre esa experiencia de explorar nuevos estilos y como te sientes con ello.
Saludos y besos.
Es un estilo interesante, mi Mafis... Que el lector entre a ser parte del cuento es algo que no se ve a menudo en muchas de las narrativas actuales...
Me gustó el final, porque ahí entiendo que el lector no es que es parte del cuento en si, sino que este lo atrapa en su historia hasta que el mismo lector entra a formar parte de la narrativa...
Me gusta ese estilo que andas buscando, mi Mafis... Interesante y entretenido a la vez...
Un abrazo a la distancia...
Atendiendo a la advertencia inicial, esperaré al jueves para leer el cuento; por lo pronto te dejo un abrazo.
:)
El cuento de Te par Dos sí lo leí en martes, le atiné, pero hoy no le atiné, pues es miércoles y se supone que debe ser jueves... jeje.
Ay mi Mafis, qué espantada me meti cuando no te encontré en fueradelaimaginación!!!
Un abrazo!
a ver que alguien me explique, fui buscando mi corazón a dejar un comment y no pude
eso es segregación, aquí y en China, jaja
Ey, hoy es jueves, hoy sí lo leo, luego paso a dejar mi coment.
Salu2
Mafalda
Vine a ver si estabas de puente. Que lo disfrutes.
Un abrazo
Amiga!! te he dejado un regalito en mi blog, pasa a recogerlo
Abrazos...
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