Hoy voy a hablar desde la ausencia porque él ya no está, partió hacía el desconocimiento. Tal vez se molestaría si se enterara que utilicé la palabra “desconocimiento” para describir hacia donde se fue (él, que aborrecía a los incultos y a los ordinarios).
Se fue a ese espacio, a la otredad, a lo irreal (?) que es la muerte. No tengo la menor idea del “cómo” murió. De eso no se trata esta narración.
Conocí el infierno en 1992; era mi tercer año de especialidad y mi primer año de residencia en Cardiología. Llegaría el momento de mirar a “El Diablo” en persona. Asustada, escuchaba los vaticinios y mi corazón latía a mil. No me iba a amilanar; no es parte de mi personalidad. Cuando rotes por el infierno -así le llamaban al servicio de hemodinámia- y conozcas a “El Diablo”, sabrás lo qué es amar a Dios -me decían-.
La primera vez que lo vi, estaba sentado en su oficina de jefe, vociferando maldiciones. Miré a un hombre delgado, limpio, con manos grandes, zapatos de charol pulcros, pantalones de pana cuadrada, camisa verde con un anacrónico moño amarillo y una chaqueta de pana sin una mínima armonía con el pantalón; su pelo era entrecano y exhibía un bigote mal cuidado. El ambiente que generaba a su alrededor era tenso.
Hablar de él desde su ausencia provoca que pueda cometer el error de corregir, exagerar o errar con la palabra, y no mostrar adecuadamente al personaje. Tómenlo como un defecto técnico que el tiempo probablemente borrará. “El Diablo” era un hombre -en ese año- de la sexta década de la vida, que había leído un número incontable de libros, hablaba más de dos idiomas, era aficionado a la música que él y muchas personas consideran “culta”. La gramática, para él, era un enigma; le fascinaba el análisis. Sus pleitos y sus peroratas iniciaban por su grosera y burlona manera de corregir a los demás: en la forma de hablar. Cuando platicábamos con él o en su presencia, nos disecaba; los resultados obtenidos de esa disección los desplegaba en su laboratorio mental particular. Todas nuestras palabras eran sometidas sarcásticamente a esos rigores. Era un individuo obsesivo, didáctico, aplastante. Nos ofrecía dos o tres veces por semana, unos sermones furiosos, compuestos de periodos complejos e interminables. Sermones en los que desplegaba los brazos como dos alas inmensas, creando silencios hipnóticos. Miraba lugares indefinidos. He olvidado los temas, pero no los ademanes, el acento trágico, la atmósfera de catástrofe que pretendía suscitar. Mi primer encuentro cara a cara con él nunca lo olvidaré. Se llevó a cabo el segundo día de mi rotación. Además, se sumarían varias situaciones en mi alocada osamenta.
El servicio de hemodinámia era, en esos días, un eslabón indefinido para mi. Aprender la física de los fluidos, entenderla, asimilarla y proyectarla en la Cardiología era mi reto en esos tres meses iniciales. Como residente de menor jerarquía y primera vez en ese servicio mis actividades eran: aprender hemodinamia en los libros, vigilar la computadora de presiones intra-cardiacas, tomar presiones intra-cardiacas, vigilar electrocardiograma del paciente. Si detectaba alguna alteración: avisar de inmediato y ayudar en caso de alguna complicación. De acuerdo a mi avance académico, iniciativa, el estado de ánimo o deseos de enseñanza de los médicos adscritos, podía dejar el teclado de la computadora de presiones y ser la ayudante del que realizaba el estudio hemodinámico.
Estaba asustada, con los ojos completamente abiertos, hecha pelotas con el teclado de la computadora -como testigo- y con los médicos gritándome: “dame cero” y la idiota de mi no acertaba cómo darles el mentado cero. “El Diablo” entra en escena, colocándose a mi derecha, pica una tecla, grita: “cero”, pica otra tecla, toma presión, pica otra tecla, toma trazo de presión intra-cavitaria; grita: “ya está VI, dame aorta”, dice: “cero”, toma presión, toma trazo intra-cavitario. Yo intercalaba una mirada hacia él, una mirada al teclado, intentando grabar en mi cabeza todo el procedimiento. De pronto, con actitud retadora me grita: ¡¿Qué me ve?! No lo pensé, no medí las consecuencias, no lo ensayé, nada, sólo me salió así de pronto la respuesta: ¡Qué le importa! Se hizo un silencio raro. La sangre calentó mis orejas. Algo me dijo al oído que le sostuviera la mirada, que lo retara con mis inmensos ojotes y así lo hice. Simplemente sonrío un poco para si mismo, como si mi respuesta lo hubiera herido. Todos los demás resoplaron para dejar salir la tensión del momento, después, sonrieron; él me dio la espalda y salió de la sala. Después de ese día, por lo menos a mí, nunca me asustó. Siempre creí que polemizaba para trasportarse, salirse de este mundo que lo tenía cansado. Como el Quijote que peleaba con los molinos, él nos convertía a nosotros en personajes raros y, furioso, sacaba su espada para pelear con ese mundo con el cual estaba en conflicto continuo. Inclusive sospeché, que su familia cercana (que no conocí), lo utilizaba como una especie de espanta pájaros sagrado. Pocos éramos dignos de un trato amable o por lo menos de su no indiferencia. Yo no me sentía especial, importante o diferente cuando platicaba, bromeaba o me saludaba. Nunca profundicé con él acerca de un libro, de una preferencia musical, no hablé en latín, en griego, en inglés, francés, etcétera. No tengo la menor idea por qué fue condescendiente conmigo.
Hace algunas semanas lo recordé. En ese año, 1992, cuando lo conocí, se llevó a cabo una corta conversación entre él y yo, una plática de un contenido raro para mi en esa época. Estaba sentada haciendo cáculos, con un cerro inmenso de cines-angios que reportar. Era tarde, mis compañeros ya se habían retirado. El día siguiente sería: martes de sesión medico-quirúrgica; era necesario terminar los reportes. Él entró y se sentó a mi lado:
- D: ¿Qué intenta hacer tan tarde?.
- M: Tengo muchos reportes pendientes.
- D: No logrará la atención de los medicuchos cuando usted presente los casos.
- M: Lo tengo que hacer de todas formas.
- D: Mmmm ¿No se cansa de mirar las mismas caras, de obtener las mismas respuestas? Todo es igual, nada ni nadie me resulta diferente en estos años.
- M: ¿Usted ha cambiado? ¿Ha intentado ser diferente?.
- D: No me senté aquí para ser cuestionado. La miro y me resulta tan familiar. Usted debió ser hombre en lugar de ser mujer.
- M: Ya salió el peine. Lo bueno de usted es que no oculta ser misógino.
- D: Lo bueno es que usted descubrirá que todo se rige por la misma regla. Lo bueno de usted es que aprenderá a vivir día a día, que a todo le dará su lugar. Algún día entenderá que la fe y la esperanza son un estorbo. Poniéndose en pie finalizó: “Yo cierro en cuanto usted termine sus reportes”.
Creo que ese día lo miré realmente por un instante. Miré a ese ser solitario, de caparazón duro, que leía a solas sus libros. Quién sabe en qué momento perdió la capacidad de asombro, olvidó que los libros no sólo son necesarios: para que seamos más cultos, para que descollemos entre nuestros semejantes, para conquistar, engañar y embelezar oídos; sino justamente para cambiar. Como en el amor, lo importante sería NO la acumulación de mujeres u hombres, sino la transformación, la sensación del vértigo. Sartre dijo: “Hay hombres que nunca han sentido la necesidad de ser otros. La lectura es un acto de transformación”.
Tal vez “El Diablo” miró en mi a la solitaria que se sienta a ver detenidamente el panorama, a mirar este mundo etiquetado o no etiquetado. Y desde ese año, que lo conocí, aún no sé por qué, inicié una lucha constante contra la amargura. Ha habido veces que no le encuentro sentido el seguir adelante. Pero sigo adelante. Me he quedado en el camino todo el tiempo. Y sí, he descubierto que todo se rige por la misma regla; la iglesia, la política, los negocios, el matrimonio, la relación de pareja; en todos existe la mentira, la deshonestidad, la guerra del poder, la desventaja del débil, etcétera. He recibido indirectamente una herencia de él. Esa única herencia quizá sea esta intolerancia mía, la convicción de que su constante rectitud en el habla, excluye el humor; la acidez, impide las sorpresas. Por lo menos a mi las personas intolerantes, que son inteligentes, que se creen únicas, que creen tener toda la verdad, y que los vence el cinismo (el cínico en mi opinión es alguien que cree que nada tiene valor, no tienen respeto por la gente, los signos y los sentimientos; tomando las cosas y los cuerpos, porque creen que es su derecho. Un escéptico cree por lo menos que él mismo tiene valor, teniendo el suficiente sentido para no convertirse en un cínico), me hacen levantar la voz, esto permite en un instante cambiar el tono de la plática, voltear la medalla, quitar la pacotilla y el azúcar, lanzar un balde de agua helada. Otra herencia es mi rebeldía y protesta contra las explicaciones excesivas. Sin embargo mi verdadera golosina es la pregunta a un rasgo íntimo, a la mínima duda, nunca me quedo con el signo de interrogación, cargo siempre con el riesgo constante de ser catalogada de ignorante por preguntona.
Me gusta el universo donde haya personalidades mayores, lejanas, intratables. Aquellos que reconozco como maestros y jueces. Nostalgias filiales, deshechos religiosos, imaginería romántica o sicología de discípulo. Frente a los cuchicheos y las altanerías prefiero mis reverencias.
Unos años después, yo era médico adscrito, acudí a hemodinámia a presentar un paciente. Al llegar a la oficina de él, salía una pareja de esposos. ambos eran médicos. Seguro ella le habló de pintura, de música clásica; practicó su inglés o su latín y, el esposo, discutió algún libro raro, profundizó sus conceptos acerca de la muerte. Cuando ya no estaban a la vista de él, puso mala cara y dijo:
- D: ¡¡¡Qué farsa!!!
- M: Oiga Doc, no sea injusto, para mi el esposo es auténtico.
- D: ¡¡Lobos vestidos de ovejas!!, aprenda a detectarlos. El misoginismo escondido.
Al misoginismo escondido en esta época yo lo he dado otro nombre. Las personalidades masculinas que no se ven bien atacando al género femenino, que en su cabeza -de forma oculta- existe la seguridad de que la mujer es inferior: aunque no es prudente decirlo, no es adecuado manifestarlo; son encantadores porque es necesario serlo, hablar de manera inteligente para lograr el objetivo; porque para ellos la mujer está ahí para darle placer, únicamente para eso fueron creadas, no hay que espantarlas, la acción y la realidad las colocará en su lugar. Éste es el “Misógino de closet”.
Puedo decir que no sé cuál es el misterio que nos hace o que nos rompe. Sólo seré yo. Seguiré sin hacerle daño a la gente. Intentaré no juzgar demasiado. Cumpliré con mi palabra. Pagaré todo lo que debo. No seré adorable, intentaré ser amable con la mayoría de la gente menos con los estúpidos. Exigiré siempre el peso completo de lo que pago. No culparé a un ser superior por lo que me pasa. Pienso que no es Dios, Jesús, Ala, Jehová, Buda, quien da o arrebata, quien engaña o miente, es la gente y las condiciones. Quizá haya una probabilidad de que exista un Dios personalmente interesado en mi, y una buena probabilidad de que no exista. Amo y amaré a mi país, estaré siempre en contra de morir por una bandera, la que fuere. Seguiré gozando de mi cuerpo, he descubierto que el sexo no tiene nada de romántico, es real, es una exigencia de liberación, y el sexo y el amor en ocasiones pueden trabajar en grupo. Si no dejo de despertar cada mañana, podré seguir viviendo. Eso de la fe y la esperanza, poco a poco lo he ido entendiendo, es probable que llegue a estar de acuerdo algún día con él. Las palabras hipnotizan y más si son pronunciadas para ese objetivo, no hay que creer por completo en ellas, no permitiré que me despeguen del piso. Muchos de los problemas suceden porque queremos pensar que la sociedad y la naturaleza son lo mismo. La felicidad eterna no existe. Hay que llevar el amor a cuestas, no el amor a fuerzas.
Les comparto este pequeño poema; llegó a mis manos en mis viajes por el metro (mi tranvía) durante mis días de preparatoriana.
VEN, ASÓMATE
“¿Quién te extrañaba
cuando estabas afuera del espejo?
¿Quién te extrañará
cuando vuelvas a estarlo?
El espejo esta siempre completo,
aunque no refleje nada.
Sin embargo
en su centro hay un llamado".
FIRMA: Un ser de este mundo
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