martes, 30 de diciembre de 2014

Recurrente...



Escribí a mano todo lo que danzó frente a mi en el insomnio. Signos, puntos, alegorías.  El atropello de voces y de gemidos que venían desde algún punto de una laguna. De pronto el fuego, consumiendo las imágenes y yo, transformada en una narradora desvalida, amnésica de recuerdos...

viernes, 19 de diciembre de 2014

Tic, tac...



"Es sencillo escribir", me dijo alguien hace unos días, "es cuestión de tener la idea y desarrollarla" remató. ¡Claro! sencillísimo dije y cerré el capítulo de creación literaria en ese instante.
Por cierto, no recuerdo cuál de los dos lo inició.

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Hace meses que no vengo a casa, no le he dado cuerda al reloj de pared.
En este blog ha llorado el corazón, se han roto cuerdas, se derramaron lágrimas. Estoy aquí presente en partes. 
Construí la casa de Ateh desde el 2006. Se trata de un lugar de realismo fantástico donde vengo y reflexiono, tomo café y platico con mi colibrí de pecho colorado (Cornelio). Dorothea (mi alter ego), ha dejado de escribirme cartas. Tal vez se dio por vencida. 

Por cierto, ¿a quién le interesan mis penas? carajo. Y mucho menos ahora que ni las tengo. El día que muera alguien cercano a mi, no lo diré. No porque tenga algo de malo hacerlo, si no porque nunca he logrado sacar las tripas de esa manera, no puedo. Sí me sucediera algo trágico y muy doloroso, caeré en una vorágine que ni las letras podrán sacarme, así soy, no lo puedo evitar. Y luego cuando logre emerger del dolor, el brillo crepuscular de la mentira literaria me ayudará a deshacerme de lo que resta de tristeza, disimularé, engañaré. Que sean las palabras las que jueguen, las que expliquen, las que sacudan y que digan: esto es lo que hay aquí dentro, mire usted, pase y vea, aquí mi niñez y adolescencia, aquí mis frustraciones; eso que resuena allá es el miedo; lo otro trasparente y delicado es simple sensibilidad; si pone atención en los tres puntos suspensivos que colocó en forma constante, entenderá que no me gustan los cierres contundentes; ¡ah! ¿aquello? fue un hombre abstracto.

Escribir es saber aliarse con el tiempo y hacer del mismo una imagen en movimiento eterno...

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Con eso que ya cualquiera escribe, se inspira, llena cuartillas de suspiros, de historias de amores no correspondidos; dicen no poder contener el impulso y la mano se les mueve sola, entonces, se tiran a narrar sus penas en hojas o en pantallas en blanco. 
Al fin que es bien fácil.

Sigan en lo suyo, valedores...


domingo, 17 de agosto de 2014

La divina armonía...





Lo perfecto es enemigo de lo bueno…
Si quieres ser aburrido, cuéntalo todo.
Voltaire.


A veces falta el tiempo, muchas otras, el olvido. Tengo que escribir para calmar el desasosiego que es este silencio de mierda. Este estar sin movimiento. No me falta razón para escribir, lo que me sobra es incertidumbre: ¿En quién se disfrazará ahora la que mueve los dedos entumecidos? ¿Podrá  emitir el ritmo y los tonos exactos?

Contar historias es transformarse, llevar máscara, faltar a la razón, olvidarse del espacio, mover el escenario, confabularse con las fuerzas (cualquiera que estas sean), asimilarse en otros mundos, significar algo dentro ese todo, vestirse de absurdo, ocultar los miedos, y lo principal, no perderse en el no lugar.


Uno debe poner la mayor diligencia y el mayor empeño,
todo el sudor de su frente, en lograr que lo creado con el
mayor denuedo parezca haber sido concebido fácilmente,
sin apenas esfuerzo, con la mayor ligereza,
aunque no sea verdad…
y la verdadera regla consiste en hacer un duro sacrificio
para crear algo liviano.
Miguel Ángel, 1538.


Ser dodecaedro es un privilegio de la naturaleza. En círculos viven los socios del vicio. En cuadros la primera dimensión. Preferir ser fractal para brillar. Cada pieza en su lugar. La armonía reina en cada ángulo. Ramificaciones con sentido. Es música divina, aurea proporción.
Uno, dos, tres, cuatro… Y luego, darse por vencido. De pronto encontrar el hueco entre un personaje y los dedos sobre las teclas. Muchas ventanas, pocas puertas. Caminos difíciles, fuentes oscuras. Se come el texto a su creador y se oye el silencio…


Atrapada entre las terceras y primeras personas, o en la primera persona del plural, entro al cono de mi misma, me evoco en proporción. Estoy en estado de incertidumbre, estudiando los mecanismo que lograron hacerme perder la simpatía imaginativa y confundir lo real y el realismo. El que me encuentre por la calle debe prestar atención, porque aunque suene paradójico, soy fuerza y armonía…


*Foto de inicio: Hengki Koentjoro 

sábado, 26 de abril de 2014

El pianista célebre...






New Parthenon, 29 de septiembre.

Hace algunos días sucedió en mi casa una breve pero singular aventura que merece ser mencionada en este diario. A fin de agasajar a mis huéspedes de vacaciones, invité a uno de los más célebres pianistas de todo el mundo, quien se encuentra de paso en los Estados Unidos. Es un alemán, el maestro Rudolf Ebers, hombre de unos cuarenta años de edad, de cabellera estilo Liszt y de exterior austero y reservado. Parco en el hablar, nunca se acercaba al gran piano Steinway, de concierto, que tengo en el salón central de la villa. Hacía ya tres días que vivía con nosotros y ni siquiera nos había hecho sentir un acorde. Aquella noche languidecía ya la conversación y las mesas de juego, no sé por qué causa, estaban desiertas. Una mujer bellísima, esposa del propietario más rico de Maryland, mujer alta, morena, algo criolla y muy agresiva, rogó al maestro Ebers que tocara algo. Todos mis huéspedes, que sumaban unos treinta, se plegaron a la magnífica mujer implorando del maestro que les brindara una muestra de su decantado virtuosismo. Pero el alemán se encerraba en su torre de marfil y no accedía. Había andado por las mayores ciudades de los Estados Unidos dando muchos conciertos, y ahora necesitaba un reposo absoluto, pedía que lo disculparan, que le perdonaran, que aguardaran algún día más. Entonces, la hermosa criolla tomó las delgadas manos del músico reluctante, las apretó y exclamó
- ¡Esta noche o nunca! Y los demás clamaron a coro
- ¡Una sola sonata! ¡Un solo nocturno! ¡Una tocata! ¡Un impromptu! Hasta ese momento yo no había abierto los labios a fin de que el desventurado artista no pensara que quería aprovecharme de mi autoridad como dueño de la casa. Pero entonces, todos los huéspedes dejaron al maestro y me rodearon insistiendo a grandes voces a fin de que uniese mis súplicas a las de ellos. Me acerqué a Ebers y le miré fijamente en los ojos. No me dio tiempo para decir una sola palabra se levantó repentinamente de la poltrona de cuero en que estaba sentado y se dirigió a la brillante mole negra del piano, lo abrió, se sentó en el taburete y sin decir palabra comenzó a tocar. Todos callaron para escuchar al célebre pianista. Se oía ascender y descender los mágicos acordes de la Apasionada, siendo una revelación incluso para los que ya la conocían. Cuando concluyó estallaron los aplausos, pero el maestro ni siquiera se dio vuelta, y sin intervalo ninguno comenzó a tocar el Claro de Luna. Los últimos compases de esa obra maestra resonaban todavía en el ambiente cuando ya Ebers hacía surgir del instrumento los acordes patéticos de un Nocturno de Chopin. Oímos después una Sonata de Debussy, una Suite de Albéniz y finalmente Las Florecillas de San Francisco, de Liszt. Esperábamos que, después de aquella orgía de sonidos maravillosos, que duraba ya casi dos horas, el célebre virtuoso estaría seguro de haber complacido y conquistado el auditorio, cerraría el instrumento y se iría a dormir. Pero, nada de eso: parecía que Ebers estuviera encadenado a mi majestuoso y brillante Steinway y que no se preocupara de nadie. Ejecutó otras sonatas que no supe reconocer y en seguida comenzó a improvisar con renovado vigor. Los huéspedes, que le habían inducido a aquel esfuerzo, estaban ya mucho más cansados que él. Comenzaron las deserciones: una de las primeras en abandonar la sala, con los ojos soñolientos y el rostro contraído a causa de los bostezos contenidos, fue precisamente la bellísima señora que había despertado a aquel demonio musical, otros la siguieron en puntillas de pie, y el heroico pianista, cada vez más exaltado, se abandonaba a insistentes y delirantes improvisaciones. Yo estaba sentado cerca del piano y miraba su rostro: no daba señal ninguna de cansancio; sus manos, ágiles y frágiles, blanquísimas e incansables, se movían sobre el teclado cada vez más rápidas y seguras; su rostro grave y severo se había transfigurado, adquiriendo un color subido, como si tuviera una fiebre violenta; los ojos semicerrados miraban hacia arriba como si escuchara los acordes y los temas de una música celestial que le fuera dictada por un dios. Tenía un exterior tan extático, recluido, de rapto, que ninguno se atrevía a aproximarse y hablarle. Ya eran las dos de la madrugada y casi todos los oyentes, saciados y llenos de sueño habían desaparecido. Tan sólo permanecían en el fondo de la sala dos fanáticos melómanos: un joven y una muchacha que parecían ligados a las sillas por aquellos sortilegios sonoros. Pero pasadas ya las tres de la madrugada también ellos hallaron fuerzas para levantarse e irse. Tan sólo quedaba yo, entontecido por aquellas cataratas sonoras, escuchando al célebre pianista. A pesar de todo lo que Ebers nos dijera al comienzo del concierto, no daba ninguna señal de fatiga. Sus hermosas y delgadas manos continuaban acariciando y golpeando el teclado, como si hubiera comenzado a hacerlo pocos minutos antes, y lograba de aquel perfecto instrumento melodías angélicas, cabalgatas infernales, clamores alegres y lamentos ocultos de ternura implorante. Su rostro se había transformado otra vez: ahora parecía el de un joven alucinado y pálido, que sufre y se consume en un amor inútil. Yo no podía más, me adormecí en mi poltrona, ¿durante un minuto o durante una hora? Cuando me desperté ya se filtraban por los ventanales las luces del alba. Ebers continuaba tocando siempre, inspirado y alucinado. Con mano suave le toqué el hombro, y entonces se conmovió, se distendió, apoyó la frente en el teclado tocando un último acorde y repentinamente se quedó dormido. Me hizo la impresión de un hombre asesinado, caído en los escalones de un catafalco negro.



 Giovanni Papini, “El Libro Negro.” 


martes, 18 de marzo de 2014

Presagio...







«Fui poseída por un hombre alado que sabía de palabras rotas, letras de agua y oraciones ligeras. 

Fui acariciada por sus manos que enganchan ideas, que tienen compás y logran la nota.

Fui besada de a poco y de a todo por un hombre mejor que ninguno.»

Esta es mi canción. Repitiéndola tal vez logre escribir algún día: 
"Fui poseída por un hombre alado que sabía de palabras rotas, letras de agua y oraciones ligeras..."

Donají Olmedo.



viernes, 14 de marzo de 2014

Cartas...






Hablemos de cartas, misivas con peso en las líneas. Ayer miré el montoncito que guardo desde hace muchos años. Palabras lejanas que, al leerse, acercaban sentimientos. Juro que no había mejor momento que el que yo ocupaba, recorriendo mis ojos a través de su escritura parejita, bien recargada. No como la mía, liviana: la tinta rozando con pena la hoja de papel.
Los sobres, ahora amarillentos, llegaban palpitando, ansiosos. Cada tercer día, se embarcaban por algunas horas en el recorrido que toma cualquier acción. 
Las cartas hablaban de peces que vivían en un río. De vegetación abundante. De temperatura ambiente. De indígenas lacandones, de frutas exóticas, de tonalidades ambiciosas. Luego venían los sentimientos: un hombre enamorado de una mujer cercana y lejana al mismo tiempo, y era ahí donde yo sabía quién era la afortunada porque de inmediato me identificaba. Poco a poco describía los síntomas de su enfermedad: laceración visceral al recordarme, palpitaciones frecuentes, insomnio, inapetencia. Había también descripción puntual de sueños donde mi piel era examinada minuciosamente, centímetro por centímetro, hasta la exploración íntima entre mis piernas; describía el calor de mi raja, mi humedad interna, mis secreciones, mis gemidos, el vaivén de su daga dentro de mí, la explosión mutua entre contracciones, luces, arena y olor a manzanas. 
En ocasiones yo terminaba de leer con el corazón encrespado y, las lágrimas, mojaban la cama de esos amantes de los que hablaba la carta.
Fue un año de palabras, necesidades, promesas.

Un día escribí: prefiero el hambre a la saciedad, la incertidumbre a la certeza, lo circular a lo cuadrado; prefiero ir en línea recta.

Días después llegó la respuesta: yo prefiero volar.


Cartas, acercamientos quiméricos...


jueves, 13 de marzo de 2014

Propiedades...






Hay asfaltos 
aceras
tierras que se adaptan a mis pasos
que me pertenecen cuando las 
           recorro por primera vez. 
Así sucedió con él 
y mi piel 
y su tacto 
el calor;
todo eso que fue nuestro
sin serlo.
En ese lugar de pertenencias
habrá que enterrar estas letras
ponerles luz
¡que la oscuridad no las borre!
crecerá un alcatraz.
       
   Llegará el momento de
                    asomarse
ojalá sobrevivan estas letras...

Donají Olmedo.









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