viernes, 14 de marzo de 2014

Cartas...






Hablemos de cartas, misivas con peso en las líneas. Ayer miré el montoncito que guardo desde hace muchos años. Palabras lejanas que, al leerse, acercaban sentimientos. Juro que no había mejor momento que el que yo ocupaba, recorriendo mis ojos a través de su escritura parejita, bien recargada. No como la mía, liviana: la tinta rozando con pena la hoja de papel.
Los sobres, ahora amarillentos, llegaban palpitando, ansiosos. Cada tercer día, se embarcaban por algunas horas en el recorrido que toma cualquier acción. 
Las cartas hablaban de peces que vivían en un río. De vegetación abundante. De temperatura ambiente. De indígenas lacandones, de frutas exóticas, de tonalidades ambiciosas. Luego venían los sentimientos: un hombre enamorado de una mujer cercana y lejana al mismo tiempo, y era ahí donde yo sabía quién era la afortunada porque de inmediato me identificaba. Poco a poco describía los síntomas de su enfermedad: laceración visceral al recordarme, palpitaciones frecuentes, insomnio, inapetencia. Había también descripción puntual de sueños donde mi piel era examinada minuciosamente, centímetro por centímetro, hasta la exploración íntima entre mis piernas; describía el calor de mi raja, mi humedad interna, mis secreciones, mis gemidos, el vaivén de su daga dentro de mí, la explosión mutua entre contracciones, luces, arena y olor a manzanas. 
En ocasiones yo terminaba de leer con el corazón encrespado y, las lágrimas, mojaban la cama de esos amantes de los que hablaba la carta.
Fue un año de palabras, necesidades, promesas.

Un día escribí: prefiero el hambre a la saciedad, la incertidumbre a la certeza, lo circular a lo cuadrado; prefiero ir en línea recta.

Días después llegó la respuesta: yo prefiero volar.


Cartas, acercamientos quiméricos...


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