Hoy leía las
Samperinas y me dio por recordar las primeras imágenes literarias que llegaron
a mi cerebro. A diferencia de Guillermo Samperio, crecí rodeada de aridez
cultural. Sería fácil mentirles a manera de: crecí entre libros, antes de
caminar fui gateando a por un libro y me senté a leerlo y etcétera. Al fin ustedes ni me conocen. Pero no, no lo haré.
Nací y me crié
en la colonia Obrera. En la calle de Francisco Olaguibel número 124, existía un
edificio de departamentos viejo y rehuido; su patio posterior daba cabida a una
hilera de lavaderos y lazos para colgar ropa. Entrada la noche, el juego de
sombras saltarinas en el patio me imponía y, difícilmente, mi madre lograba
convencerme de ir y accionar el contacto para encender la bomba del agua. Por uno de los costados del pasillo colgaban
escaleras porosas y grises, ahí muchas noches escuché historias terroríficas,
emanadas de la mente calenturienta y cruel de una de mis primas. Sentados cada quien en un escalón, mis tres
hermanos y yo escuchábamos atentos a la chamaca malévola. Nos hablaba de apariciones misteriosas, malos
augurios, sentencias de ultratumba, posesiones diabólicas. Los animales más
espantosos tomaban forma en mi imaginación infantil a través de la fluidez de palabra de Luz María. La Llorona me puso
de punta los pelillos de la nuca. Los aullidos de los lobos me hicieron saltar
del escalón muchas veces. El arrastrar de cadenas de las almas en pena, se
convirtieron en mis pesadillas y, algunas noches, desperté a mi papá con mis
gritos. Dejen de escuchar a esa
escuincla del demonio, nos decía mi madre. Pero nos resultaban inquietantes las
historias que la prima nos contaba con todo su cuerpo, con sus ojos bien
abiertos y las palabras que le manaban derechitas y sin freno, como “hilito de
media”, decía mi abuela. La más pequeña
de sus oyentes era yo, contaba con cinco años de edad. Esa fue mi primera
experiencia en lo que respecta a la creación de imágenes. Mi padre fue médico. Conviví poco con él,
abandonó a mi madre cuando yo cumplí los seis años. Le gustaba leer poesía, se
aislaba en el rincón más alejado de la casa, dirigía la luz de su lámpara sobre
el libro, entonces, caminaba solo: los senderos, las playas, los montes, los
jardines; acariciaba: pieles, cuerpos, pelo; besaba mujeres, amaba en secreto. Algunas
veces me subía en sus piernas y me leía, recuerdo este poema en especial:
El médico
cazador
(Vital Aza)
Un doctor muy afamado
que jamás cazado había
salió una vez invitado
a una amable cacería.
Con cara muy lastimera
confesó el hombre ser lego
diciendo: -Es la vez primera
que cojo un arma de fuego.
Como mi impericia noto
me váis a tener en vilo.
Y dijo el dueño del coto:
-Doctor, esté usted tranquilo.
Guillermo, el guarda, estará
colocado junto a usted;
él es práctico, y sabrá
indicarle… -Así lo haré,
dijo el guarda; sí, señor;
no meterá usted la pata,
verá usted, señor doctor,
los conejos que usted mata.
Siga en todo mi consejo:
¿Que un conejo se presenta?
Pues yo digo: ¡Ahí va el conejo!
¡Y usted tira y lo revienta!
-Bueno, bueno, ¡siendo así!
-Nada, que no tema usted.
Quietecito junto a mí.
Chitón y yo avisaré.
Colocóse tembloroso
el buen doctor a la espera,
cuando un conejo precioso
salió de su gazapera.
-Ahí va un conejo -le grita
el guarda- ¡No vacilar!
Y el doctor se precipita
y ¡pum! disparó al azar.
Y es claro, como falló
diez metros la puntería,
el conejo se escapó
con más vida que tenía.
El guarda puso mal gesto
y rascóse la cabeza,
hubo una pausa, y en esto,
saltó de pronto otra pieza.
-¡Ahí va una liebre, doctor!
¡Tire usted pronto, o se esconde!
Y ¡pum! El pobre señor
disparó… ¡Dios sabe adónde!
Gastó en salvas, sin piedad,
lo menos diez tiros, ¡diez!
sin que por casualidad
acertara ni una vez.
Guillermo, que no era zote,
sino un guarda muy astuto
dijo para su capote:
-Este doctor es muy bruto.
¡No le pongo como un trapo!
¡Mas yo sé lo que he de hacer!
Y al ver pasar un gazapo
corriendo, a todo correr:
-¡Doctor! -exclamó Guillermo
con rabia mal reprimida-.
¡Ahí va un enfermo! ¡Un enfermo!
Y ¡pum!, ¡lo mató enseguida!
Tuve también un
profesor en la primaria con la suficiente paciencia para dedicarnos algo de tiempo
de su miserable vida en repetirnos una historia, en ella existía un niño que
viajaba de planeta en planeta y en cada planeta se encontraba un
personaje. Después descubrí que Robles,
el viejo maestro, nos contaba versiones propias de “El Principito”, esa fue mi primera experiencia con la
metáfora. Llegaron tiempos aciagos,
áridos, difíciles. Sobreviví a vientos contrarios. Y por fin apareció Abraham y
me mostró que existe un mundo donde podemos ser cualquier persona y estar en
lugares distintos. Descubrí la lectura y me salvé.
Dice Samperio:
“Quiero suponer que las
lecturas primigenias fundan, esgrafían, marcas perdurables en nuestro espíritu,
aunque luego se agreguen otras señales.”
Sobreviví al desastroso devenir de no tener una
pasión adicional, de no conocer el arte en cualquiera de sus expresiones. Hago
de esta pasión una pintura abstracta que se delinea poco a poco. Leí en desorden, por
referencias, incluso por azar. Releo por ocurrencia y por gusto de revivir.
Ahora tengo un guía, aún así y con mucha frecuencia la curiosidad me gana,
entonces, leo lo que muchos no se atreven por capricho, convicción, desinterés
o simple pose.
Estoy en proceso de formación, soy escribana,
aprendiz de ficcionaria, pero principalmente, soy lectora…
Mafalda desde
si misma…
2 comentarios:
Mi Mafis querida:
Yo igual, voy leyendo lo que la vida me va poniendo enfrente, a veces son libros profundos, otras, libros para desenfadarme de todo... pero todos ellos han sido compañeros entrañables...
Tú sigue leyendo y escribiendo... y yo mientras te mando muchos besos
Y así, desde el escalón de un cuento de la prima malévola o las rodillas de un padre ausente, se crean las palabras, letras con vida propia.
Saludos señorita escribana, de éste humilde escribidor.
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