A mamá siempre le gustó lo exótico, cualquier cosa que representara fortaleza, dignidad. Su árbol favorito era la magnolia. Un buen día fue a comprarse una y la plantó por fuera de la casa. Durante un tiempo estuvo al pendiente de que no fueran a arrancar al endeble arbolito. La magnolia se cimentó y logró independencia, en ese momento mamá hizo a un lado su preocupación de perderla. Ese árbol está bien enano, yo no veo que crezca, le decía burlona para hacerla enojar. Me lanzaba miradas de fuego siempre que me atrevía a ofender a su magnolia. ¡Ven y mira para que te calles el hocico!, dijo un día y me llevó a jalones para mirar: se trataba de la primera flor de su arbolito, ahí presente, orgullosa, blanquísima, ovalada y brillante. Cada primavera, mamá estaba al pendiente de las flores de su arbolito. Desde la ventana lo observaba, o subía a la azotea para lograr ver desde arriba y así divisar algún brote, o cabecilla blanquisca. No pocas veces sucedió que le ganaban el mandado y cuando menos lo pensaba, algún gandallón le robaba la flor que ella había descubierto por la mañana. Un árbol difícil para brindar flores es la magnolia, diría una amiga que se pone sus moños. Aunque los libros mencionan que son prolíficas. Pero no, ésta de mamá se hizo y sigue haciéndose la importante. Algunas veces mamá lograba rescatar una que otra flor. La presumía algunos días en un florero y el olorcillo impregnaba la sala por horas.
Este domingo yo salía de casa para ir a correr y fue que la vi. Estaba en una rama baja. Esa misma noche nos hicimos a la tarea de cortarle el regalo de día de la madre que le tenía guardado su magnolia.
¡Felicidades mamá...!
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