La casa pintada con tiza y té.
En un día caluroso de agosto, 2009
Querida Dorotea:
Hay bochorno. El vapor esperaba un momento
para salir y conglomerar la humedad. Las hojas del abedul se adhieren con
facilidad a mi piel. Por eso aproveché para disfrazarme de árbol y asustar al
pobre Cornelio. Después me arrepentí, hubo necesidad de derretir su terrón de
azúcar en té de tila. En este momento mi miedoso colibrí duerme hecho bolita en
el cajón de la cómoda, donde guardo mis calcetines. Es de nervios débiles,
tendré más precaución con él, aunque es de los pocos que toleran mis locuras.
Existe algo que he rehusado contarte. Hace
unos días, cuando caminaba en dirección a la cafetería, empezó a llover y me
percaté del color de la tierra del parque. Tú sabes cómo disfruto mirar la
lluvia en ese lugar. Con mi gabardina hecha de silencio y mi sombrilla, puedo
pasar horas de pie, escuchando el diálogo intermitente que nos brinda la
naturaleza. Miraba la lluvia deslizarse sobre los cuellos retorcidos de los
árboles y, de pronto, gotas gruesas de agua cayeron al piso, dejando huecos. La
tierra convertida en lodo, salpicó mis zapatillas; contenta me senté en una de
las bancas, no me importó mojarme la ropa; subí los pies y embarré el lodo
hasta cubrir por completo cada zapato. Es maravilloso el color de la tierra.
Mucho tiempo miré hacia abajo sin permitirme las sorpresas, después, recuperé
la voluntad de subir y bajar la cabeza. Ese día en el parque, creo, recuperé la
introspección.
Pero de lo que en realidad deseo hablarte
es de lo siguiente: pintaba de tierra mis zapatos y sentí que alguien me veía.
No volteé hacia el lugar desde donde percibí el calor de mirada; continué con
el juego hasta que Emilio, mi vecino, se
animó y se sentó a mi lado. Terminamos ambos embarrados de lodo y sonriendo
como bobos.
Llegamos a la casa pintada, le presté una
camiseta de las que uso para dormir y puse a trabajar la cafetera. Él me
esperaba sentado en el sillón derecho del estudio, se había quitado los
zapatos; mis libreros lo miraban de frente. Llegué con la mesa de té, Emilio
abrió el ventanal izquierdo, las margaritas se asomaron curiosas; la lluvia les
aplanaba el peinado pero el viento se los corregía. Ponía la azucarera y las
cucharas sobre la mesita, cuando, de pronto, el vecino me dijo sin tapujos:
“Quiero conocerte”.
Dorotea, ¿por qué algunas personas creen
que el sólo hecho de desear, acarrea la disposición de la otra persona para
brindar? Imagino a la gente dispuesta a soltar su letanía: “soy así”, “me enoja
esto”, “me encanta aquello”, “he tenido nueve amantes”, “las películas de
terror me hacen reír”, “soy celosa”. A lo mejor intuyes mi reacción querida
amiga, aún así te cuento: después de su pregunta, de inmediato corrí hacia mi
habitación y saqué del armario uno de mis disfraces, me lo vestí, luego,
acomodé en mechones mis ideas. Por fin bajé a preparar los expresos que corté con un poco de
leche. Le di su café y me senté en el sillón izquierdo con las rodillas
dobladas hacia el pecho y acunando con ambas manos la taza; mis libros permanecieron
atentos.
Me sorprendió de nuevo con lo siguiente:
-¿Cuáles son tus sueños Ateh? ¿Cuál es el
color con el que se pintan tus ideas? -De inmediato me erguí y saqué la espada,
“es más peligroso de lo que sospeché”, pensé. Le sonreí. Emilio se acomodó en
el sofá dispuesto a conocerme. -Me gusta oír historias –mencionó. Sus ojos se
abrieron para permitir la entrada de mis palabras.
-Puedo mentir y no lo sabrías –me ajusté
la máscara-. A lo mejor digo lo que deseas escuchar –dije burlona.
Dejó la taza en la mesilla y se levantó;
fue hacia el librero y observó en silencio. Mis libros se mostraban encantados
por la calidez de su mirada. Apenas, rozando, sus dedos seguían el trayecto de
cada lomo, cerraba los ojos, respiraba hondo.
Por un momento imaginé que no eran los
tomos los que recorrían sus manos, sino el surco de mi columna, hasta llegar al
límite de mi cordura.
Mientras Emilio sentía mis ejemplares yo
aproveché su distracción para admirar su espalda y sus nalgas. Me sonrojé, el cosquilleo
se diseminó en mi piel, provocado por el ojo y la imaginación. Para
tranquilizarme me entretuve buscando a Cornelio.
-¡Tus libros! –soltó de pronto. Dejé de
rastrear a Cornelio y nerviosa sorbí un poco de café. Intenté mostrarme
indiferente.
-Ellos me dirán si mientes. Son el espejo
del alma de su dueño –remató.
Cornelio no apareció esa noche. Después lo
oí contarles a los peces: “no quise hacer mal tercio y además se sentía y
escuchaba mucho calor ahí abajo”.
Dorotea, amiga, hay más que contarte. Lo
haré después, Emilio no tarda en llegar.
Besos para ti.
Ateh.
FIRMA: Un ser de este mundo
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